Pierre Lévy, mi amigo y maestro, es del pueblo judío, no sé si creyente o no, ni me importa, y yo no sé muy bien lo que soy. Pero a ambos nos unen al menos dos cosas. Una es el sentido de la transcendencia. Otra es la procupación por la comunicación simbólica y la comunicación abstracta entre humanos
Estos días coincidimos ambos en que se nos proporciona una buena razón para hablar de ello.
El máximo simbolismo de un icono es la identificación de Dios, de la deidad, mediante un símbolo, su rostro. Mientras los musulmanes avanzaban sobre Bizancio, con el peligro inminente que suponía de la caida de todo, para los bizantinos había algo más importante: si las imágenes contravenían el segundo mandamiento del Decálogo o bien si estaban consagradas por Cristo en su carta al rey Abgar o Abgaro V de Edesa (árabe: أبجر الخامس أوكاما, transcrito como ʾAḇgar al-kḤəmiš ʾUkkāmā).
Según Eusebio de Cesarea, del siglo IV, este rey envió un mensajero a Jesús para pedirle que lo curase de una enfermedad y éste le respondió que lo sanaría posteriormente. Esta historia nos dice que, tras la Ascensión, el apóstol Tomás mandó a Tadeo de Edesa, que sanó al rey y lo convirtió al cristianismo.
Esto es lo que dice el libro del Nuevo Testamento, incluido en los Evangelios Apocrifos, titulado Doctrina de Addai, del siglo V. El mensajero se llamaba Hannán y éste le entregó al rey un retrato de Jesús, conocido como el Mandylion. Otra vez la santa faz de la Verónica, que tan bien representó nuestro Salzillo.
Finalmente ésta es la máxima representación de la expresión simbólica, una forma de pensar que tan buen resultado ha dado en el pensamiento abstracto, y por ende en otros desarrollos de este pensamiento que tanta vigencia tienen hoy día.
He dicho.
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